Partido de la Revolución Democrática
Comité Delegacional Benito Juárez
29 de octubre de 2003
29 de octubre de 2003
Ya es lugar común señalar que la situación de la mujer hoy es muy distinta de la que vivieron nuestras madres, abuelas y, no se diga, nuestras bisabuelas.
El papel de la mujer en la familia, en el trabajo, en la política, en la sociedad, se ha venido transformando radicalmente en las últimas décadas. La incorporación de la mujer a las labores productivas ha traído cambios profundos en sus relaciones y en los roles que le toca vivir en la sociedad.
Quizá los cambios más fuertes se dieron en las últimas décadas del siglo XX.
Podemos observar ahora que el 58% de los hogares subsisten con alguna aportación económica de mujeres. En 1989 era el 43%. O sea, que en 11 años creció 15% el la incorporación económica de las mujeres.
También se ha venido reduciendo la diferencia del promedio de ingreso de hombres y mujeres: Mientras en 1989, una familia cuya jefa era una mujer tenía un ingreso promedio de 5,553 pesos, una encabezada por un hombre percibía 6,103 pesos. En el 2000, sin considerar la pérdida de valor adquisitivo, teníamos que la familia con jefa de familia percibía 6,725 pesos, mientras que la de un jefe de familia ingresaba 6,956 pesos.
De 1989 a 2000 las familias encabezadas por mujeres pasaron del 18 al 21%.
Igualmente, vemos que se ha venido incrementando la incorporación escolar de las mujeres. Aún cuando todavía son más mujeres que hombres con analfabetismo –de 12 y 7%, respectivamente--, observamos que en algunos grupos de edad, las mujeres cuentan actualmente con una mayor escolaridad que los hombres. Por ejemplo, entre los jóvenes de 15 a 24 años de edad, las mujeres superan por un grado el promedio de escolaridad masculina, incluso en los estratos con menor ingreso económico. No obstante, el rezago escolar de educación básica se concentra en la población con menos recursos, y dentro de ésta, las mujeres tienen un nivel de escolaridad promedio por debajo de tres grados que los hombres.
Sin embargo, aún cuando es notable esta incorporación de las mujeres al ámbito escolar y laboral, eso no ha significado una notable disminución de sus funciones dentro de los roles tradicionales, fundamentalmente, el del trabajo doméstico.
Las mujeres que no realizan un trabajo extradoméstico dedican en promedio 50 horas semanales al trabajo en el hogar, mientras que las que trabajan fuera de la casa, añaden 30 horas semanales de trabajo doméstico.
Por el contrario, los hombres que no trabajan fuera del hogar dedican apenas 9 horas semanales a las labores domésticas, que es casi el mismo tiempo que dedican al trabajo doméstico los hombres que sí trabajan fuera del hogar.
También en las generaciones jóvenes observamos la diferencia entre el tiempo que invierten hombres y mujeres al trabajo doméstico. Las hijas de familia dedican en promedio 14 horas semanales al trabajo doméstico, mientras los hijos dedican apenas 5 horas. En cualquiera de los dos casos, trabajen o no fuera del hogar.
Por otro lado, también se han venido transformando algunos valores culturales con relación a la vida sexual de hombres y mujeres. Aunque muy lentamente.
Actualmente, el 29% de las mujeres inicia su vida sexual entre los 15 y los 19 años, mientras que el 93% de los hombres comienza a tener relaciones sexuales entre esa edad.
Por otro lado, en cuanto a salud, en México, la esperanza de vida es en promedio de 73 años para hombres y 77 para mujeres.
Las mujeres viven más pero, en promedio, lo hacen en peores condiciones de salud, con mayores tasas de morbilidad a lo largo de su ciclo vital y con un deterioro mayor al de los hombres. Algunos factores que explican esto son: a) mayor tiempo de exposición a enfermarse (producto de esa mayor esperanza de vida), y mayor padecimiento de enfermedades crónicas como la diabetes, la artritis y la osteoporosis, consideradas como severamente discapacitantes o limitantes; muchos padecimientos vinculados con su vida reproductiva; y c) mayor presencia de síntomas de enfermedades mentales, ansiedad y depresión.
Estas son algunas cifras que muestran que sí han ocurrido cambios que tienden a otorgar espacios de libertad mayores para la mujer. Sin embargo, no nos encontramos todavía cerca de una equidad entre los géneros, ni vivimos en familias que se desenvuelvan democráticamente y, por lo tanto, cada integrante pueda desarrollarse en condiciones idóneas de salud física y mental.
Ello se debe al peso aún prevaleciente de los roles tradicionales que nos toca vivir a cada género. Quizá en momentos de transición económica y cultural como el de las últimas décadas, se vuelve más complicado el avance de esta equidad. Quizá porque chocan más fuertemente las resistencias a romper con las relaciones tradicionales y las necesidades de las nuevas relaciones que se van gestando, en este caso, fundamentalmente por la incorporación de la mujer en nuevas actividades.
Creo que es ahí donde está concentrado el reto de este siglo. Sentar las bases en el interior de los mexicanos para lograr relaciones más equitativas entre hombres y mujeres, en las que se puedan dar espacios de desarrollo en libertad, división del trabajo doméstico y extradoméstico, respeto y apoyo mutuo para alcanzar metas individuales.
Claro, todo eso, en el ámbito de la pareja y la familia, que es el espacio natural de reproducción de las relaciones sociales. Sin embargo, también en el espacio exterior de esos ámbitos, que es el desarrollo en el trabajo, en el desempeño escolar, en una visión de la mujer que corresponda a la persona plena que merece respeto a su dignidad, por el hecho de ser persona.
Esas fueron parte de las aspiraciones humanitarias del siglo pasado. Quedan aún como un pendiente para el siglo XXI.