Desde hace medio milenio, ningunas palabras sobre el poder han sido más vilipendiadas pero tan observadas como las de Nicolás Maquiavelo. Aquí algunos importantes consejos que daba el escritor florentino respecto del comportamiento de un príncipe. ¿Tienen algo que ver con los precandidatos a la presidencia en nuestro país?
Decía Maquiavelo que en el trato con sus súbditos y amigos, un príncipe debe tratar de practicar tantas virtudes como le sea posible. Afirmaba que es necesario que el soberano considere que todos los hombres son juzgados por algunos de estos calificativos que les valen censura o elogio.
• Prodigo o tacaño
• Dadivoso o rapaz
• Cruel o clemente
• Traidor o leal
• Afeminado (sic) o pusilánime
• Decidido o animoso
• Humano o soberbio
• Lascivo o casto
• Sincero o astuto
• Duro o débil
• Grave o frívolo
• Religioso o incrédulo
“Como no es posible poseer todas las cualidades mencionadas ni observarlas siempre, porque la naturaleza humana no lo consiente” --pensaba el famosos italiano--, es preciso que el príncipe sea tan cuerdo que sepa evitar la vergüenza de aquellas que le significarían la pérdida del Estado, y, si puede, aun de las que no se lo harían perder, “pero si no puede no debe preocuparse gran cosa, y mucho menos de incurrir en la infamia de vicios sin los cuales difícilmente podría salvar el Estado, porque si consideramos esto con frialdad, hallaremos que, a veces, lo que parece virtud es causa de ruina, y lo que parece vicio sólo acaba por traer el bienestar y la seguridad”.
Maquiavelo se refería a los problemas que algunas virtudes acarrearon a soberanos que quisieron ser “buenos” y no virtuosos como estadistas, ocasionados por la prodigalidad y la clemencia. La primera dejó en la miseria a pueblos enteros y la segunda llevó a la destrucción del soberano. Sin embargo, advertía, el príncipe debe ser cauto en el creer y el obrar y proceder con moderación, prudencia y humanidad, de modo que una excesiva confianza no lo vuelva imprudente y una desconfianza exagerada, intolerante.
Sobre el comportamiento del líder de Estado, el florentino reflexionaba particularmente sobre cuatro aspectos: si debe ser temido o amado; cómo debe evitar ser despreciado u odiado; cómo debe cumplir sus promesas, y si debe construir fortalezas.
Respecto de si un príncipe debe buscar ser amado o temido, Maquiavelo consideraba que nada mejor ser ambas cosas a la vez. Pero si fallara alguna, más valdría ser temido que amado, dada la vulnerabilidad del ser humano y los deberes del príncipe, pues “los hombres tienen menos cuidado en ofender a uno que se haga amar que a uno que se haga temer; porque el amor es un vínculo de gratitud que los hombres, perversos por naturaleza, rompen cada vez que pueden beneficiarse; pero el temor es miedo al castigo que no se pierde nunca”.
No obstante –decía Maquiavelo– debe hacerse temer de modo que, si no se granjea el amor, evite el odio, para impedir las conjuras en el interior del reino. Para ello “bastará que se abstenga de apoderarse de los bienes y de las mujeres de sus ciudadanos y súbditos, y que no proceda contra la vida de alguien sino cuando hay justificación conveniente y motivo manifiesto”.
Aunque “cuando el príncipe está al frente de sus ejércitos y tiene que gobernar a miles de soldados, es absolutamente necesario que no se preocupe si merece fama de cruel, porque sin esta fama jamás podrá tenerse ejército alguno unido y dispuesto a la lucha…”
Concluye Maquiavelo sobre el hacerse amar o temer: “…como el amar depende de la voluntad de los hombres y el temer de la voluntad del príncipe, un príncipe prudente debe apoyarse en lo suyo y no en lo ajeno, pero, como he dicho, tratando siempre de evitar el odio”.
Si el monarca se aleja de las cosas que lo hacen odioso o despreciable, “no tendrá nada que temer de los otros vicios”. La mayoría de los hombres, mientras no se ven privados de sus bienes y de su honor, viven contentos y “el príncipe queda libre para combatir la ambición de los menos que puede cortar fácilmente y de mil maneras distintas”. También debe evitar ser considerado voluble, frívolo, afeminado, pusilánime e irresoluto, defectos que lo harían parecer despreciable, e ingeniarse para que en sus actos se reconozca “grandeza, valentía, seriedad y fuerza”. El príncipe que conquista semejante autoridad, añade Maquiavelo, “es siempre respetado, pues difícilmente se conspira contra quien, por ser respetado, tiene necesariamente que ser bueno y querido por los suyos”.
Justamente, “no ser odiado por el pueblo es uno de los remedios más eficaces de que dispone un príncipe” contra la conjura, ya que al conspirador no se le ocurrirá asesinar al monarca si sospecha que el pueblo no quedará contento con ello y sólo tendrá recelo y temor al castigo, mientras que “el príncipe cuenta con la majestad del principado, con las leyes y con la ayuda de los amigos, de tal manera que, si se ha granjeado la simpatía popular, es imposible que haya alguien que sea tan temerario como para conspirar”.
Maquiavelo sentencia que “un príncipe, cuando es apreciado por el pueblo, debe cuidarse muy poco de las conspiraciones; pero debe temer todo y a todos cuando lo tiene por enemigo y es aborrecido por él. Los Estados bien organizados y los príncipes sabios siempre han procurado no exasperar a los nobles y, a la vez, tener satisfecho y contento al pueblo. Es éste uno de los puntos a que más debe atender un príncipe”. Sin embargo, Favorecer al pueblo puede tener inconvenientes hacia la nobleza, a la que “un príncipe debe estimar” pero nunca con el costo de atraerse el odio del pueblo.
En tercer lugar, sobre cómo debe cumplir sus promesas un líder de Estado, dice Maquiavelo que nadie puede negar cuán digno de alabanza es el príncipe que cumple la palabra dada, que obra con rectitud y no con doblez, pero la experiencia demuestra, no obstante, que son precisamente los príncipes “que han hecho menos caso de la fe jurada, envuelto a los demás con su astucia y reído de los que han confiado en su lealtad, los únicos que han realizado grandes empresas”. Esta maquiavélica afirmación es matizada con la consideración de que “hay dos maneras de combatir: una, con las leyes; otra, con la fuerza. La primera es distintiva del hombre; la segunda, de la bestia. Pero como a menudo la primera no basta, es forzoso recurrir a la segunda. Un príncipe debe saber entonces comportarse como bestia y como hombre”. Le conviene, por ejemplo, saber transformarse “en zorro y en león, porque el león no sabe protegerse de las trampas ni el zorro protegerse de los lobos. Hay, pues, que ser zorro para conocer las trampas y león para espantar a los lobos”. Lapidario, concluye: “un príncipe prudente no debe observar la fe jurada cuando semejante observancia vaya en contra de sus intereses y cuando hayan desaparecido las razones que le hicieron prometer”.
Finalmente, Maquiavelo señala que es fundamental que el monarca sepa cuándo y cómo utilizar fortalezas.
Narra que hubo príncipes que mitigaron sus inquietudes o la inseguridad de su mando desarmando a sus súbditos, dividiendo territorios, favoreciendo a sus enemigos, atrayendo a quienes les generaban recelo; hubo los que construyeron fortalezas, y príncipes que las arrasaron.
“Nunca sucedió que un príncipe nuevo desarmase a sus súbditos; por el contrario, lo armó cada vez que los encontró desarmados. De este modo, las armas del pueblo se convirtieron en las del príncipe, los que recelaban se hicieron fieles, los fieles continuaron siéndolo y los súbditos se hicieron partidarios. Pero como no es posible armar a todos los súbditos, resultan favorecidos aquéllos a quienes el príncipe arma, y se puede vivir más tranquilo respecto a los demás; por esa distinción, de que se reconocen deudores al príncipe, los primeros se consideran más obligados a él, y los otros se disculpan comprendiendo que es preciso que gocen de más beneficios los que tienen más deberes y se exponen a más peligros…
“Pero cuando se los desarma, se empieza por ofenderlos, ´puesto que se les demuestra que, por cobardía o desconfianza, se tiene poca fe en su lealtad; y cualquiera de estas dos opiniones engendra odio contra el príncipe.”
En definitiva, “no hay mejor fortaleza que el no ser odiado por el pueblo, porque si el pueblo aborrece al príncipe, no lo salvarán todas las fortalezas que posea, pues nunca faltan al pueblo, una vez que ha empuñado las armas, extranjeros que lo socorran”, sentencia.
Del comportamiento que hemos observado en estos meses en los precandidatos a la presidencia de la república, dos de ellos, Josefina Vázquez Mota y Enrique Peña Nieto, siguen a la letra sólo los consejos maquiavélicos que se refieren los aspectos que el poder observa como debilidades: no cumplir promesas al pie de la letra y no temer en mostrarse ausentes de virtudes. Sin embargo, la importancia de contar con la simpatía del pueblo parece ser preocupación única de Andrés Manuel López Obrador.
No es lo mismo estudiar la milenaria sabiduría sobre el poder que unas líneas de actuación para ganar votaciones ¿verdad?
No es lo mismo el comportamiento de un estadista que el del producto de campaña electoral.
De ahí que el desconocimiento sobre libros y la lectura de un prompter en un auditorio, o dejar esperando horas a la gente en un estadio en pleno Sol y tener que hablar a un auditorio semivacío sean señales de escasos tamaños de estadistas…
RevistaEMET, 17 de marzo de 2012.