Lenia Batres Guadarrama
Creo que supe de Nelson Mandela en los ochenta. En todo caso, fue cuando Coleman me contó su terrible historia. Todavía estaba preso.
Me habló de su ciudad natal, Accra, capital de Ghana, en el África occidental. Me enseñó sus paisajes, su gente, los colores de sus tradiciones. Me contó de sus hermanos, sus padres. Él participaba en organizaciones de izquierda.
No supe a qué horas me enamoré, porque eso nunca se sabe. Un día ya estaba besando su piel negra, negrísima, suave. Su cuerpo largo, musculoso, sin un gramo de grasa. Sus labios gruesos, deliciosamente gruesos. Otro día ya hacíamos el amor como adolescentes que casi éramos.
Le enseñé a hablar español y él a mí su inglés.
Me arremedaba diciendo “Ándale”, “Órale”, “Llégale” y claro “¿Mande?”… Me hacía mucha gracia.
Coleman Agyeyomah me descubrió un universo impensable a mis 17 años. Un continente entero del que escasamente se habla en América Latina. Y menos entonces, sin cultura “globalizada”. De nosotros él admiraba al Che Guevara. Sabía de los mariachis. Nunca me creyó que La Bamba era una canción mexicana y que la versión original se toca con arpa, no con la guitarra eléctrica de Ritchie Valens.
De África, a diferencia de lo que él sabía de Latinoamérica, yo no había oído, visto, nada, o casi nada. Quizá las imágenes de nativos con flechas.
Si América Latina tiene una identidad común por el colonialismo español, en África hubo hasta dos vueltas de colonialismo árabe, francés, español, portugués, inglés, holandés, belga… Con todo y ello, y tal vez por el feroz racismo que acompañó ese colonialismo, le sobrevivió una enorme diversidad cultural propia en todo el continente.
Conviví con una comunidad africana que se reunía no obstante sus diferencias lingüísticas. Bailaban enérgica, alegre, deliciosamente. Quizá sea la diferencia en la fuerza muscular, que sus danzas les permiten movimientos audaces y de una enorme carga erótica. Qué espectáculo.
Pensaba entonces, cómo era posible que los africanos hubieran mantenido tanta alegría y espontaneidad en su forma de ser a pesar del esclavismo, el sometimiento de sus pueblos, la feroz explotación.
Música acústica, bailes tradicionales con voces hermosas, incluso sólo de coro. Me enamoré de Alpha Blondi, de Miriam Makeba y más tarde de Ladysmith Black Mambazo.
Coleman tocaba hermosa la guitarra y me iba traduciendo canciones.
Apasionado, contaba orgulloso de personajes que habían trabajado por la libertad africana. Patrice Lumumba, en el Congo; Amílcar Cabral, en Guinea Bisáu y Cabo Verde; Julius Nyerere, en Tanzania; Agostinho Neto, en Angola; Kwame Nkrumah, en Ghana; Desmond Tutu y Nelson Mandela, en Sudáfrica… Por él supe de las luchas anticolonialistas de la primera mitad del siglo XX y los movimientos de liberación nacional de la segunda mitad.
Y por supuesto, me contaba especialmente de Nelson Mandela, que entonces, 1986, estaba en la cárcel y era aún impensable que fuera a ser reconocido con un premio Nobel, la presidencia de Sudáfrica y más de 50 doctorados honoris causa en el mundo.
Mandela llevaba 23 años en la cárcel, desde la que promovía la lucha contra el Apartheid y por la liberación de Sudáfrica como líder del Congreso Nacional Africano. En la prisión, se tituló como abogado y desde allí generó un prestigio político inigualable.
Ya era famoso su discurso de condena de 1964, en el que inmortalizó la fuerza de las convicciones: "He soñado con la idea de una democracia y una sociedad libre en la cual las personas vivan juntas en armonía y con igualdad de oportunidades. Quiero vivir para ver hecho realidad este ideal... un ideal por el cual estoy preparado para morir."
Su caso es ejemplo de lucha personal universal indiscutible ahora. Pero también es un ejemplo, quizá el más grande contemporáneo, de que la resistencia personal llega a movilizar, a ser motor de cambio también. A diferencia de Gandhi, cuya muerte en protesta generó la presión para la salida de la corona británica de la India, en Sudáfrica, el proceso de transición fue empujado por la capacidad de negociación que pudo lograr Mandela tras la obtención de su libertad en 1990 y la entrega del Premio Nobel de la Paz en 1993. Si bien sacrificó su libertad para que sucediera, tuvo la suerte de poder ser parte y disfrutar de esa transformación.
Y también es ejemplo de una lucha que no inició pacíficamente, pero sí pudo concluir sin violencia.
Ninguna región ha vivido la discriminación brutal como el racismo contra los negros en el mundo. Ninguna ha sido embestida con tal saña con el esclavismo bruto. Ninguna ha dado tanto a la "civilización" europea y estadunidense y ha sido tan saqueada en sus recursos naturales.
A África se le deben años luz de desarrollo económico, pero una cosa es clara: con una ruta propia sus pueblos se han ido forjando su camino de libertad.
94 años y este mes puede estar cumpliendo sus 95. Una vida extraordinaria.
Viva Nelson Mandela, el más grande líder panafricano. Y el último líder universal contemporáneo.
1 de julio de 2013.